A media noche
Género: Narrativa
Son ya las diez, pensó, pues había comenzado la música en el café de abajo. Vio cuánto le faltaba: 104 páginas. Si no se distraía podía traducir cinco, quizá seis por hora. Tomó una hoja de papel y anotó las dos divisiones: 104 entre cinco daba 20.8. Punto ocho, ocho décimas de hora, se dijo, porque disfrutaba, como él decía, su facilidad para los números, y calculo qué, si una hora tiene 60 minutos una décima de hora son seis minutos, de modo que ocho décimas con 48 minutos, porque eso también lo anotó, seis por ocho, 48. Así, 20 horas y 48 minutos, pues. Pero podía trabajar más de prisa: 104 entre seis: 17.3333 y jamás el residuo llegaría a ser cero, eso él lo sabía bien: una serie infinita de treses se alargaría por todo el porvenir. Tres décimas de hora, anotó, tres por seis, 18 minutos. Pero el segundo tres era ya tres centésimas de hora y eso había que calcularlo de otro modo: si una hora tenía 60 minutos y cada minuto tenía 60 segundos… Antes fue a cerrar la ventana, porque la música era demasiado estridente. Vio la ciudad llovida, las luces asimétricas de los edificios, la gente que esperaba el trolebús en la esquina, apretujada bajo el techo de la parada, a veces dando dos o tres pasos atrás para que los automóviles no los salpicaran. Así pues, se dijo mientras volvía al escritorio, pero antes de llegar salió al pasillo para encender la luz, porque no le gustaba quedarse a oscuras en el piso vacío. Así pues, repitió, 60 minutos, cada uno con 60 segundos, es decir, 3,600 segundos entre cien por tres, se dijo, orgulloso de su razonamiento, 108 segundos que, convertidos a minutos daban un minuto con 48 segundos, lo que llevaba el total a 17 horas, 49 minutos y 48 segundos. El tercer tres, claro, eran tres milésimas de hora, a saber: 3.6 segundos por tres, igual a 10.8 segundos que, sumados a lo anterior lo convertían en 17 horas, 49 minutos, 58 segundos y ocho décimas de segundo. Casi 17 horas 50 minutos; casi 18 horas. Si pudiera trabajar las una tras otra terminaría a las cuatro y media, porque ya eran las 10:35. Pero si se apuraba, si no perdía tiempo, si se concentraba, ésa es la palabra, tal vez podría traducir siete, ocho páginas por hora. Dividió 104 entre ocho y encontró que el resultado era trece y el residuo cero. Se puso tan contento que quiso volver a calcular cuánto cobraría por el encargo. Lo había hecho por última vez esa tarde, a las siete, cuando comenzó a trabajar y le faltaban 107 páginas. Le gustaba hacerlo de noche porque a esa hora nadie le molestaba. No había telefonemas ni lo llamaba el jefe para encargarle nada ni había nadie haciendo ruido por allí cerca. Se quedaba en la oficina, donde había papel y lápices, porque le gustaba trabajar con lápiz, y además café. No era mala idea. Fue hasta la cafetera, pero la habían lavado en serio, porque era viernes, y no pudo encontrar el filtro, pero sí halló abierto el café de Beto y lo revolvió por ocio puro, por lisa y llana curiosidad. Había unas galletas, dos novelitas y un montón de hojas: oficios y memos que Beto había tenido que repetir, porque ése era el problema con Beto; se distraía y se equivocaba y siempre tenía que andar repitiendo algo. Regresó al escritorio y vio que ya eran las once. Se sintió heroico, trabajando a tales horas. Pero valía la pena porque acababan de aumentar la paga por cuartilla. No pudo encontrar dónde había anotado lo que ganaría. Porque no era nada más cuestión de multiplicar el número de cuartillas por la tarifa; las gráficas y los cuadros se pagan al doble, como si fuera alemán, y ya en la tarde había revisado lo que llevaba para ver cuántos cuadros había. No estaría mal estudiar alemán, pensó; 104 entre ocho, volvió a verlo, eran trece. Si trabajaba a ese ritmo terminaría mañana a las doce. Bueno, a las doce y cuarto, pero luego tendría libre la tarde del sábado y todo el domingo. ¿Si hiciera diez páginas por hora? La dio risa porque sabía que eso era imposible. Eso significaría traducir una página cada seis minutos, sin parar, durante diez horas 24 minutos, porque el punto cuatro de dividir 104 entre diez eran cuatro décimas de hora; es decir, cuatro por seis, que eran 24, y él sabía que nunca, por fácil que fuera el texto, y ése no era tan fácil, había traducido a semejante velocidad. Claro que entonces terminaría a las nueve y media, por decir. O no tan temprano, porque ya eran las 11:45 pero, en todo caso, se repitió, lo importante era aplicarse al trabajo —se puso de pie para abrir un poco la ventana, porque así encerrado sentía calor—, no perder la concentración.
FUENTE:Felipe Garrido, Conjuros, México, Jus, 2011, pp. 164-167.
Semblanza: Felipe Garrido